Ziparapio, Michoacán
Semana Santa, marzo 2016
Mary Paz Albarrán
Llegando a la casa de oración “Los Manantiales
de San José”, salió el padre Philippe Emmanuel a darnos la bienvenida con un
paso veloz que hacía que su hábito se moviera hacia todos lados. Hacia donde él
señalaba que debíamos dejar el coche había unas gallinas, un caballo y un
burro. El padre se adelantó a moverlos recordándonos la estampa de Tata Vasco,
misionero preferido de estas tierras michoacanas que, con movimientos no muy
ensayados, incitaba a los animales a hacernos un hueco. Al fondo un grupo
jugaba futbol.
Quitándonos el camino de encima, vimos que
aquel jardín era el centro del monasterio/ casa de oración/ casa de huérfanos,
que sería escenario de este tiempo de retiro, Semana Santa 2016.
¡Bienvenidos! -dijo el padre-, que bueno que se
animaron a venir. Su cuarto será aquel a la izquierda del recibidor que tiene
camas suficientes y baño con agua caliente. Estarán cómodos allí. Entramos.
Había espacio de sobra para todos, el techo de baldosas más de una vez jugó con
nosotros en el engaño de lugares y distancias con el juego acústico que
provocaba su bóveda catalana.
Una vez instalados salimos a presentarnos con
los que habían terminado de jugar en la cancha del fondo del jardín. Para
sorpresa nuestra, el portero del equipo ganador era una monja. Se llamaba
Isabel, por lo que los niños del orfanato de Salamanca le llamaban Madre Isa.
Cuenta ella que alguno de esos niños en su clase de matemáticas, más distraído
en molestarla y que en acabar sus ejercicios, murmuro a su paso “Madrisa”, ella
detuvo el paso y contuvo la risa, se acercó y le dijo, -la que te voy a dar si
no acabas con esa plana-. Madrisa se ha hecho popular sobre todo por manejar a
lo largo y ancho del estado con peor fama de peligro. Va y viene en su
cochecito gris haciendo zigzag en los conos que cierran los caminos de
Michoacán, ya sean policías, narcotraficantes o los grupos de autoayuda. Todos
la conocen y ceden el paso, rendidos ante su obstinación de llegar a dar la
comunión, o a dirigir un rosario, a ver a los niños, a organizar algún vía
crucis, procesión o catequesis o bien de regreso tarde a descansar. La
Madrisanunca ha encontrado resistencia por más peligroso, armado o amenazante
que pareciera cualquier retén de los caminos del estado que más noticias tuvo
en momentos difíciles para México de asaltos, ejecuciones, extorsión, robo y
abusos. Alguna vez su Obispo le dijo –me preocupa que en vez de Madrisa vaya
acabar Madreada por andarse sola por estos camino–, ella le contestó – allí está la cosa, que yo
no voy sola, Cristo va conmigo en el asiento de junto–.
La gente que conocimos, con las que
compartiríamos estos días de retiro tenían en común aquel brillo que tienen las
personas buenas. Todos y cada uno se esmeraba por ver en que podía ser útil,
acomedidos, preocupados por estar a tiempo, por sonreír participando a su modo
en las diferentes actividades.
El sonido repetido de una campana nos llamó a
comer. El comedor de amplios ventanales ofrecía ya los lugares puestos en las
grandes mesas alargadas dispuestas en forma de herradura. La madre Paola y la
madre Lorena se encargaban de la cocina y de todo lo que necesitábamos. Qué
bella manera de encontrar, en el servicio, la vocación que les hace irradiar
paz y alegría.
Al final de la comida escuchamos una reflexión
alusiva al jueves santo, de cómo entró Jesucristo a Jerusalén en medio de la
multitud que gritaba–hosanna
en el cielo– y que al
pedir que se callara tanto alboroto por la supuesta llegada del Mesías, el
Maestro contestó: –Si
aquellos callaran, serían las piedras las que gritaran–. Oímos la narración de la Última Cena, de cómo
los doce al momento de la bendición del pan y del vino escucharon con inmenso respeto
las palabras del Señor –Tomen y coman todos de él–, palabras que se repetirán por millones
celebrando la Alianza Nueva y Eterna.
La tarde comenzó a desatar corrientes de aire
fresco y a la caída del sol y del canto del gallo, las gallinas empezaron a
regresar al gallinero que les ofrecía maíz seco en el piso y un cuarto de
madera con palos horizontales donde sentarse cómodamente a pasar la noche.
Todas apuraban su paso regordetas, meneándose al estilo de las canciones de
Cri-Cri. Parecían comadres con bolsa y sombrero chismorreando de aquella que
todavía no se metía al gallinero. ¡Que lindas son las gallinas!, además me
permitían estar entre ellas sin que su agenda se perturbara con mi presencia.
Creo que a ratos me sentí gallina.
Al caer la noche sonó de nuevo la campana
llamando a los oficios. El padre rezó las vísperas y dispuso todo para la misa
de Jueves Santo en el comedor, de tal modo que la celebración de la institución
de la Eucaristía se llevó a cabo como en la época de Jesús, donde todos los
convidados estuvimos sentados alrededor de la mesa. Llegado el momento se le acercó
al padre una bandeja y una toalla y él se dispuso a lavar los pies de los
sentados detrás de la gran mesa vestida de altar. Bendijo el pan ácimo, estilo
árabe y lo alzó en la enorme consagración eucarística. Para comulgar pasamos la
canasta del pan consagrado hasta que todos tuviéramos un trozo, juntos lo
cominos diciendo –Señor mío
y Dios mío–.
Esa noche cenamos con música, el padre trajo un
vino delicioso y las madres vieron que a nadie le faltara pan. Sirvieron del
pescado que producen en los grandes estanques del jardín empinado, cerca del
puente colgante, junto con una rica pasta. Cenar pescado nos recordó la
costumbre de los apóstoles en compañía de Jesús, aún después de resucitado por
lo que, junto con el pan y el vino nos causó una sensación de cercanía a la
Santa Cena de peculiar manera.
El Viernes Santo comenzó para nosotros en el
rezo de laudes en la madrugada cuando todavía era de noche. Acudimos a la
capilla a la Liturgia de las Tinieblas. Impresionante.
Siete velas colocadas en el altar iluminaban
escasamente el lugar. Después de cada uno de los Salmos, leídos o cantados, se
fueron apagando las velas, dejándonos cada vez más a oscuras. La luz del Dios
de los ejércitos apagaba su brillo, al grado de no poder mirar su rostro. La
muerte se hacía presente. Un sentimiento de soledad y un escalofrío recorrió
nuestro cuerpo. La capilla quedó en silencio, un tímido pájaro rompió aquel
momento seguido de decenas que piaban anunciando la aurora. El sol salía
perfilando a contraluz los grandes árboles que se miraban tras la ventana. La
luz de las velas que extrañábamos un instante atrás, era superada trillones de
veces por la luz del Sol que iluminaba ya no sólo la capilla, sino el bosque
entero. Me quedé pensando que ese gesto simulaba la vida que Cristo pide que
entreguemos y que nos intercambia por vida eterna: poderosa, magnífica,
circundante, que da vida, que da calor y que motiva a todo ser viviente a
comenzar un nuevo día. Nosotros encaramados en mantenernos en una vida de vela
cuando nos espera una vida de sol.
El padre pidió que guardáramos el día en
silencio. Era imponente la cercanía de todos en el desayuno y comida en un luto
silente que hacía más tangible el drama del sufrimiento que se conmemoraba.
Bajamos de la pared un crucifijo grande que
protagonizaría el via crucis.
Estación por estación las lecturas nos hicieron tocar el fondo de nuestro
corazón. Las tres de la tarde se vivieron en un silencio profundo lleno de
respeto. En la capilla al final del via
crucisfue depositado el Crucifijo en el suelo. Las imágenes habían sido
tapadas porque ahora el recinto sería la tumba del Señor y todo callaría,
incluso el color de las imágenes.
El padre explicó que este Viernes Santo tenía
la peculiaridad de coincidir en fechas con la celebración de la Encarnación de
Jesús, empalme que no volverá a suceder hasta el año 2100. El Alfa y el Omega,
Ángelus y Réquiem, la totalidad de la vida de Cristo celebrada en un mismo
momento. Dada esta coincidencia y de ser año santo y de misericordia, la
Iglesia se hizo portavoz de una indulgencia especial que sería recibida en la
adoración de la Cruz. El padre pidió que se sostuviera la Cruz erguida para que
la alcanzaran aquellos que no podían agacharse. Uno a uno fuimos acercándonos
con diferentes manifestaciones de cercanía, amor y profundo recogimiento.
Algunos permanecían un momento abrazados como sostenidos a un mástil, según la oración que alguno escribió, basado
en los sentimientos que de ese momento de adoración recogió; otros se apoyaban
en su pecho como lo hiciera san Juan, algunos acariciaban sus manos y la herida
de su costado como queriendo sanarla. Hubo un joven que besó su frente con
cariño y luego se arrodilló a sus pies, donde muchos más besaron la imagen. El
padre se inclinó también a besarle los pies y reclinó el crucifijo apoyándolo
en los escalones del altar y lo cubrió con un paño blanco. Nadie se movía de
sus asientos, nos embargaba tal sentimiento de tristeza y soledad que a ninguno
le daban ganas de pensar en otra cosa.
En el rezo de las completas que se realizó más
tarde, algo me admiró por su profunda lectura simbólica. Era un texto de las
catequesis de san Juan Crisóstomo que decía –¿Quieres saber el valor de la
sangre de Cristo? Encima del cerro de la Calavera de Adán se levanta la Cruz.
Del costado que dio origen a Eva, brota ahora Sangre y Agua, los sacramentos
que iban a edificar a la Iglesia: Bautismo y Eucaristía–. No podemos quedar indiferentes frente a este
gran misterio de redención, porque fuimos rescatados con la sangre de Cristo,
Cordero sin defecto ni mancha.
La tarde corrió en un silencio que invitaba a
estar libres de interferencias, acompañados por la dulce compañía de Jesús,
quién poco a poco nos permitía ir experimentando y entendiendo la perfecta
Historia de nuestra Salvación. Las palabras se terminaban, pero los
pensamientos iban a todo, porque como dice M.A. Martí, –La realidad no nos dice nada, a pesar de su
riqueza, si no la sabemos leer–. En
aquella tarde de sosiego interior, el corazón y la inteligencia tenían tanto
que decirnos que el silencio se volvió un maestro. Fue un gozo.
Poco después el padre levantó el silencio para
que los niños no se notaran demasiado y funcionáramos como comunidad. Estuvimos de acuerdo, había sido suficiente
el momento semi callados que habíamos vivido.
El sábado corrió ligero, sin campanas pero con
mucha actividad. Todos preparábamos la celebración de la noche y hacíamos espacios
porque la Madrisa había invitado al pueblo entero a la Misa. Unos movían
sillas, otros cortaban leños para la gran fogata, otros revisaban la conexión
del micrófono que sería necesario. Las señoras fuimos encargadas de preparar
los arreglos de flores. Cientos de alcatraces crecían alrededor de las diez
hectáreas del convento, así que fue fácil lograr imponentes ramos que
perfumaran y adornaran la base del altar. Todos acabamos nuestras comisiones a
tiempo para recibir a los invitados. Qué curioso, sentirnos nosotros los
anfitriones de los que viven allí.
Se repartieron velas pequeñas y alrededor de la
gran fogata, el padre bendijo el fuego. Con él encendió el cirio blanco y,
mientras oraba, iba como grabando en el cirio el alfa y el omega, la Cruz y las
cinco llagas de Cristo. De ese fuego fueron prendidas las velas de los más
cercanos quienes compartieron con los demás. Es impresionante lo rápido que
todos tuvieron fuego, porque entre más se compartía más rápido se propagaba,
como la palabra de Dios. El padre levantó el cirio y nos invitó a ir en
procesión hasta la capilla. Las velas eran muchísimas como luciérnagas en fila,
sin embargo lo negro de la noche se imponía hostil.
Se leyeron las lecturas del Antiguo Testamento
que sintetizaban el reclamo de la Divina Presencia y cuando hubieron acabado
las lecturas entre todos los que participaron, el padre se volvió hacia
nosotros y dijo –Hermanos la noche del pecado y de la muerte ha terminado; el
miedo y la angustia han cesado, las tinieblas se han disipado porque el Señor
ha resucitado. Gloria al Padre, gloria al Hijo y gloria al Espíritu Santo–. Diciendo esto, las campanas del templo
repicaron con fuerza, las campanillas del atar resonaron, la luz fue encendida
acabando palpablemente con la oscuridad. En ese instante, el padre arrojó al
suelo su capa negra de duelo y la cambió por una casulla dorada. Levantaba la
voz aclamando el triunfo del Señor. Todos sonreíamos, algunos sentimos
emocionados una lágrima que auguraba la Pascua.
El padre nos dijo que la bandera de los
cristianos es la alegría y la esperanza de un Dios resucitado. Nos hizo darnos
cuenta que más allá del pueblo, del hermoso Michoacán, de México y de América,
en todos los rincones del planeta se estaba celebrando el hecho insólito de que
un hombre salió vivo de su tumba. Ahora nos toca ser portadores de esa Buena
Nueva que cabe en dos palabras: Cristo resucitó. Sin embargo ese mensaje no
será conocido ni siquiera por nosotros, hasta que no llegue al fondo de nuestro
corazón y termine de iluminar nuestra vida, nuestros ojos y nuestra sonrisa.
Saber que Cristo no ha venido a suprimir las dificultades de nuestra vida, ni a
reemplazar nuestro esfuerzo para salir adelante; no viene a suprimir, ni
siquiera a explicar el sufrimiento, sino a llenarlo de su presencia. Y eso lo
cambia todo.
Todos comulgamos, el padre decía nuestro nombre
y nos daba el cuerpo y sangre de Cristo. Nos llenamos de Su presencia, la
sensación de plenitud y paz se sentía en cada corazón.
Todos salieron felices, se empezaron a sentir
los rincones nuestros otra vez. Cenamos y algunos se levantaron para agradecer
al padre y a los demás el haber vivido juntos una experiencia semejante.
Dijeron que esos días habían sido vividos con la tranquilidad de contar con el
otro, de sentirse en la nutritiva armonía que plantea el Evangelio. Le
aplaudimos al padre, a las monjas y a los cuatro muchachos de la casa hogar que
trabajaron de aquí para allá junto con el padre.
Después de que termináramos la cena, que
después de todo el jaleo terminó a eso de la medianoche, un grupo se quedó
platicando en el porche disfrutando de la noche y de un buen mezcal que se
produce en la zona, al punto que vieron al padre dirigirse a la capilla para el
rezo de los laudes. El padre no quiso hacer gran convocatoria ni sonar las
campanas porque aquel día saldríamos a carretera y dejó que descansáramos. Sin
embargo, el grupo trasnochado al verlo se levantó y lo siguió. Rezaron juntos.
Al salir de la capilla, en el puente que pasa por encima del río, uno de ellos
distinguió una cruz que se formaba en el agua. Todos se emocionaron, más de un
celular tomó la fotografía. Una vez más Cristo hace patente que está presente
entre nosotros.
Nos despedimos todos con un abrazo de Felices
Pascuas. Nos llevamos en el corazón muchas cosas que recordar y que compartir,
orando para que el tiempo cobarde y traicionero no intente quitar de nuestra
alma el sello de la Buena
Nueva: ¡Cristo resucitó! Aleluya, aleluya…!
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